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  • 21.2.04 | Julio Cortázar. La voz de la conciencia en los tiempos de oscuridad
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Julio Cortázar. La voz de la conciencia en los tiempos de oscuridad

El pasado día 12 de febrero se cumplió el vigésimo aniversario de la muerte en París del escritor de origen argentino Julio Cortázar. Ha sido mucho lo publicado en los días previos y posteriores a esa fecha en torno a su figura y obra, en diferentes medios y desde diferentes perspectivas. Para esta ocasión seleccionamos dos piezas que se centran quizás más en su faceta humana y personal, y en su ideario y compromiso politico, que en su vertiente literaria y creadora, tomando en consideración que, como ocurre con la mayor parte de los intelectuales, no es posible desligar aquella de las otras dimensiones del personaje.

Título: "Cortázar, un talento fuera del tiempo"
Autor: Tomás Eloy Martínez
Fuente: La Nación, 13/02/2004
URL documento: http://www.lanacion.com.ar/...

Su obra, original y comprometida con una época, se mantiene vigente

Julio Cortázar instaló el sabor de la libertad y de la utopía en una América latina resignada a los cerrojos de la opresión y de la vida gris, y mantuvo esa herencia en alto hasta el final, cuando murió como había vivido, apartado de los relámpagos del periodismo y apegado a unas pocas posesiones felices.

Ayer se cumplieron veinte años de ese tránsito. Me dicen que junto a él había, la noche de la muerte, sólo un libro con los poemas de Rubén Darío, que había sido su amor de toda la vida, y un ramo de flores enviado por las Madres de Plaza de Mayo. Hasta en esos detalles ínfimos del último día, Julio seguía siendo Julio.

Hay ciertos autores que irradian una luz irresistible, y él era uno de los mayores. Advirtió antes que nadie, ya a mediados de los años cincuenta, el feliz cambio de vientos que se avecinaba en las costumbres, en la literatura y en la política. Mi generación aprendió de Borges el sutil vaivén que hay entre ficción y realidad, a la vez que recibió el mandato de no escribir bajo el peso de los sentimientos, porque eso conducía al ripio y al fracaso. Para Cortázar, en cambio, la literatura era un juego y punto. Cada cual debía escribir como se le diera la gana. Esa súbita liberación del lenguaje, que a él le fluía con la facilidad de la respiración, encajó de modo perfecto con la atmósfera de los años sesenta.

No sé hasta qué punto se ha advertido también cuánto contribuyó Cortázar a romper con las convenciones del relato tradicional, saltándose los muros de la lengua con una insistente falta de respeto y estableciendo formas nuevas de leer y de narrar. Las inserciones de fotos, recortes y caligrafías que tanto sorprenden hoy en la obra de W. G. Sebald ya estaban hace tres décadas en La vuelta al día en ochenta mundos, Ultimo round y Los autonautas en la cosmopista.

Conocí a Julio Cortázar hace cuarenta años, cuando acababa de salir "Rayuela". Si bien el libro no había sintonizado aún con el público clamoroso que tendría en 1965 y 1966, ya era una de esas novelas de culto que instalaban palabras infrecuentes en las conversaciones. En América latina se hablaba entonces del "perseguidor", de "los tablones" y de Rocamadour con tanta complicidad como de "A Hard Day's Night" y de las otras canciones tempranas de los Beatles.

Me acuerdo muy bien de nuestro primer encuentro: fue en el vestíbulo mayor de la Unesco, a las once de la mañana del 9 de septiembre de 1964. El dato aparece en la carta a los lectores que el director del semanario Primera Plana de Buenos Aires escribió dos meses más tarde, cuando la revista le dedicó la portada, proclamándolo "el más importante escritor argentino de estos tiempos".

Yo había ido a París para entrevistarlo y, a diferencia de lo que me ha sucedido en casi todas las demás ocasiones, me costó mucho entrar en confianza. Le tenía admiración, tembloroso respeto, y él me desarmó con su calidez y su llaneza, como si no le diera importancia a ser quien era.

Durante los días que siguieron conversamos nueve, doce o tal vez más horas en el café Deux Magots, en el comedor de la Unesco y en el enorme altillo de su casa, junto a la plaza del Général Beuret, donde tenía los libros, la máquina de escribir y el saxo que tocaba por las noches. Cuando volví a Buenos Aires, escribí un artículo admirativo que ocupó cinco páginas de la revista: el más extenso que se había consagrado a un escritor.

Vi a Cortázar varias veces más, entre 1967 y 1972 en París, y a mediados de 1978 en Caracas, en la casa de Manuel Sadosky, su condiscípulo del colegio secundario. En los intervalos, intercambiamos cartas afectuosas que aludían a la patafísica, a los poemas de Lezama Lima, a las fotos de Sara Facio y Alicia D'Amico y a las canciones de "Seargent Pepper". Sin embargo, la última vez que lo vi, la política estaba en el centro de todo: las revueltas sandinistas en la Nicaragua de Somoza, el destino de Cuba, la dictadura de Videla y Massera a la que él combatió con todos los filos de su lenguaje.

Los sesenta fueron una década dominada por los vientos estructuralistas. Muchos de nosotros tendíamos a pensar entonces que no había autor sino texto y que la literatura era un mecano de palabras. La literatura era en el fondo lo mórbido, lo enfermo, y Cortázar exhalaba salud: era como el revés de la teoría. En esos años de fetiches visuales, su gallarda figura de héroe escapado de las páginas de Julio Verne construía, sin que él se diera cuenta, un personaje nuevo en la escena latinoamericana: el de un Peter Pan a salvo de las conspiraciones del tiempo, alguien inmovilizado para siempre en una fotografía de juventud, como el cuerpo muerto del Che en la batea de La Higuera. Nunca lo vi caerse por la pendiente de la solemnidad. Respiraba humor, locura, felicidad por vivir.

Me acuerdo de 1968. Era el 1º de mayo y yo andaba por la rue du Sei-ne, en París. Encontré a Cortázar con los brazos llenos de flores, sentado al sol en un café. Si no fuera por la imponencia de su estatura, me habría costado reconocerlo. Estaba tostado, su pelo era más brillante y tupido que cuatro años atrás y le había crecido, como por arte de magia, una barba espesa, oscura, que le desvanecía los signos adolescentes, pero que (es extraño) acentuaba la incandescencia de su aspecto y lo hacía, otra vez, parecer treinta años más joven de lo que era.

Me habló con entusiasmo de 62: modelo para armar, novela a la que acababa de poner fin, y de Cuba, adonde estaba por viajar. Después supe que las revueltas estudiantiles de aquel mes lo habían retenido en París, que se había desvelado con los estudiantes escribiendo graffiti en el Odeón y en los muros de la Universidad de Nanterre, y que seguía escribiendo, para variar, a todas horas, como si la alegría del mundo dependiera de sus palabras, lo que en parte era así.

Volvió a Buenos Aires antes de morir, con la esperanza de que la Argentina se lavara de sus ominosas cenizas dictatoriales y de que los desaparecidos encontraran justicia. Quienes lo vieron en aquellos días jubilosos han contado que, si bien ya estaba herido de muerte y lo sabía, desplegaba uno de esos optimismos que duran toda la eternidad. Los jóvenes lo reconocían cuando caminaba por la calle Corrientes, las madres de la Plaza de Mayo velaron sus recuerdos junto a él en sus rondas por los desaparecidos, y el público del Teatro Abierto lo aplaudió de pie durante diez minutos que lo hicieron llorar.

Tal como suponía Sartre, todos los intelectuales viven dudando entre ser fieles a lo que ellos quieren hacer con su época o a lo que su época quiere hacer con ellos. En Cortázar se daban los dos prodigios: el de un oído finísimo al que no se le escapaba el menor diapasón de la historia y el de un talento tan vivo como para cambiar la vida de los demás con lo que escribía.

En la Argentina al menos, y quiero creer que también en otras partes, él fue su época, con la misma fuerza con que Gardel fue los años veinte. Los lectores pasan y Cortázar sigue escribiendo mejor cada día. Pronto va a cumplir noventa años, pero todavía es un adolescente que, como los dioses, está destinado a no morir.

[Fin del artículo]

En Cortázar íntimo (El País, 25/01/2004), Pepa Roma repasa algunos aspectos inéditos del pensamiento y del pulso vital de Cortázar, puestos de manifiesto por la correspondencia que entre 1970 y 1976 mantuvo con la poeta cubana Isel Rivero, con la que le unió una estrecha amistad; amistad que sin embargo tuvo su contrapunto en determinadas posiciones políticas divergentes, como se menciona en el siguiente destacado del artículo. A este respecto me parece muy significativo y elocuente el último párrafo...

Compromiso político

Las cartas a su amiga Isel Rivero revelan aspectos inéditos del escritor en el vigésimo aniversario de su muerte

Es el compromiso político lo que ocupa gran parte del tiempo y las preocupaciones del escritor, sobre todo a partir del golpe contra Allende en Chile.

Cortázar recibe y ayuda a exiliados chilenos que llegan a París. Viaja constantemente a Argentina, Chile, Ecuador, Perú, Brasil, Cuba. Da conferencias, cursillos, uno de ellos en Cuba, previsto en diciembre de 1971, "para hacer un seminario sobre el cuento, paralelo a otro que hará Vargas Llosa sobre la novela. Los dos aceptamos esa invitación porque es lo mejor que podemos darle a la revolución". Eran tiempos en los que Cuba todavía suscitaba el apoyo de la mayor parte de intelectuales, a pesar de contar ya con poetas represaliados.

No es que Cortázar careciese de dudas sobre el rumbo que estaba tomando la revolución cubana: "Necesito tiempo para analizar, prever, decantar... los burócratas y los resentidos y los mediocres se atrincheran y un buen día son ellos los que mandan la parada... todo me obliga a pensar que jamás volveré a poner los pies en el caimancito que tanto amo", escribe al regreso de uno de sus viajes a la isla en mayo de 1971. Pero siempre termina reconciliándose con Cuba: "El lado negativo se hace sentir fuertemente (militarización, lucha contra la imaginación, cansancio de los que podrían decir y hacer, subdesarrollo inevitable en materias morales, etcétera), pero a la vez sigue habiendo lo otro, esa vitalidad fabulosa que permite "echar p'alante" frente a cosas que hubieran acabado con otros procesos análogos, la innegable honradez y buena voluntad de muchos de los que siguen cerca de Fidel... Frente a lo que está ocurriendo en Brasil, en Uruguay y en la Argentina, tu isla me sigue pareciendo un ejemplo inquebrantable de tentativa hacia la luz, aunque, como es sabido..., cuanto más fuerte es la luz, más duras y ásperas y negras son las sombras", escribe en 1972.

Se trata de una posición política con la que está en desacuerdo Isel Rivero, quien, a pesar de destacar como joven promesa de la poesía cubana, había escogido el camino del exilio. "Eso fue motivo de divergencia y terminó por distanciarnos, especialmente después del caso del poeta Padilla", reconoce Isel.

El mismo Cortázar es consciente de esas divergencias cuando acusa a su amiga en una de sus cartas: "Siento que los árboles no te dejan ver el bosque, en todo caso en lo que se refiere a tu país: sin la revolución cubana, con todos sus defectos y falencias y tonterías y machismos baratos y lo que quieras, no podríamos ni siquiera abrir la boca en América Latina... y aunque puedo coincidir con vos en que las cosas que me muestras son malas y condenables y hay que condenarlas..., creo también que tú y muchas otras personas honestas e inteligentes harían mejor en arrimar el hombro a lo positivo, que es mucho y visible, en vez de mostrarse hipersensibilizados a lo negativo".

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